En Colombia, un país históricamente desangrado por la corrupción y la
violencia, surge cada cierto tiempo una figura que se erige como la encarnación
de la redención. Sergio Fajardo, matemático convertido en político, ha logrado
seducir a un sector de la clase media ilustrada y a ciertos círculos académicos
con un relato atractivo: el del hombre honesto, alejado de las maquinarias
tradicionales, que promete gobernar con datos, transparencia y una supuesta
superioridad moral. Sin embargo, detrás de esta fachada de intelectualidad
pulcra y neutralidad ética, se esconde un proyecto político vacío, cómplice de
las estructuras que dice combatir. Este editorial no busca difamar, sino
exponer, con evidencias históricas, por qué Fajardo es el símbolo perfecto de una
ilusión peligrosa: la de creer que las buenas intenciones y los discursos bien
articulados bastan para transformar un país.
El culto a la imagen: El profesor que nunca fue
Fajardo ha construido su marca política alrededor de dos pilares: su
formación académica y su estilo informal (camisas arremangadas, ausencia de
escoltas, lenguaje coloquial). Esta imagen, cuidadosamente diseñada, lo
presenta como el “anti-político”, el profesor que desprecia el poder, pero lo
busca con fervor. Sus seguidores repiten, como un mantra, que es “el único
limpio”.
Pero aquí radica la primera contradicción: ¿Qué ha enseñado
realmente Fajardo?
Como alcalde de Medellín, impulsó obras emblemáticas (parques
biblioteca, orquestas sinfónicas), pero estas iniciativas, aunque valiosas,
fueron parches estéticos en una ciudad donde el narcotráfico
seguía controlando barrios enteros y la desigualdad se mantenía intacta. La
reducción de homicidios durante su gestión, por ejemplo, coincidió con una
tregua entre bandas, no con una política integral de seguridad.
Como gobernador de Antioquia (2012–2015), su retórica de “Antioquia la
más educada” chocó con la realidad: masacres como la de El Aro (2013)
ocurrieron bajo su mandato, y la violencia rural persistió. Fajardo, el
académico, nunca explicó por qué su gestión no logró desarticular las redes de
paramilitarismo que aún operaban con complicidad local.
Su verdadera lección no es la ética, sino el marketing:
vender la idea de que la educación y la cultura pueden sustituir la justicia
social.
El pragmatismo disfrazado de pureza: Alianzas
con el diablo
Los seguidores de Fajardo insisten en que él no se mancha las manos con
la política tradicional. La realidad es más sórdida:
En 2018, para su campaña presidencial, Fajardo se alió con Cambio
Radical, partido vinculado al escándalo de Odebrecht (sobornos por $30
millones de dólares). Aunque criticó la corrupción, nunca rompió públicamente
con esta coalición. ¿Dónde quedó la pureza moral?
En 2022, buscó el respaldo del Partido Liberal, una
maquinaria con décadas de clientelismo y casos de parapolítica. Sus acólitos
argumentan que “hay que dialogar con todos”, pero la pregunta incómoda
es: ¿Por qué los “limpios” solo negocian con los sucios?
Fajardo no es un iluminado que trasciende el sistema: es un operador que
usa su imagen de intelectual para blanquear alianzas con los mismos poderes que
prometió erradicar. Su supuesta neutralidad es, en el fondo, una estrategia
para no asumir costos políticos.
La ambigüedad como doctrina: El arte de no
definirse
El “centrismo” de Fajardo no es una postura ideológica, sino un vacío
calculado. Ejemplos clave:
Proceso de paz con las FARC (2016): Criticó los acuerdos por “imperfectos”, alineándose tácitamente con la
derecha uribista que buscaba hundirlos. Sin embargo, años después, buscó el
apoyo de sectores progresistas afirmando que siempre creyó en la paz.
¿Principios u oportunismo?
Paro Nacional de 2021:
Mientras jóvenes eran asesinados y el gobierno de Duque reprimía protestas,
Fajardo optó por un discurso tibio, llamando al “diálogo” sin denunciar la
violencia estatal. Sus seguidores celebraron su “mesura”, pero las víctimas
esperaban solidaridad, no neutralidad.
Esta ambigüedad no es sabiduría, sino cobardía: Fajardo elude tomar
partido para no perder votos, convirtiéndose en un líder sin brújula.
El fracaso como gobernante: Cuando los números
no bastan
Fajardo presume de su método: “Lo hacemos todos”. Pero en la práctica,
su tecnocracia ha sido inútil para resolver problemas estructurales:
En Medellín, tras su
alcaldía, la ciudad volvió a escalar en rankings de desigualdad. Los parques
biblioteca, aunque bonitos, no generaron empleo digno ni redujeron la brecha
educativa.
En Antioquia, su plan
de desarrollo ignoró a las comunidades rurales. Hoy, el departamento sigue
siendo epicentro de desplazamiento forzado y minería ilegal.
El problema no es la falta de ideas, sino la desconexión con la
realidad: Fajardo gobierna para las estadísticas, no para las personas.
El mito de la honestidad: Lo que no se cuenta
Sus adeptos repiten que es “incorruptible”, pero omiten detalles:
Su hermano, Juan Luis Fajardo, fue investigado por presuntas
irregularidades en contratos durante su alcaldía. Sergio nunca aclaró
públicamente estos señalamientos.
En 2022, su campaña presidencial recibió financiación de empresarios
vinculados a sectores cuestionados, como la minería en Antioquia. ¿Qué
intereses protege realmente?
La honestidad no es solo no robar: es transparencia. Y Fajardo, el
profesor, ha sido opaco cuando conviene.
Sergio Fajardo no es un mesías, sino un síntoma de la desesperación de
un país que anhela héroes. Sus seguidores, bienintencionados pero ingenuos,
confunden retórica con acción y estilo con sustancia. La verdad incómoda es que
Fajardo representa lo peor de la política: un liderazgo que prioriza la imagen
sobre los resultados, que negocia con corruptos mientras predica pureza, y que,
en nombre de la “moderación”, perpetúa el statu quo.
Quienes creen en él deberían preguntarse: ¿Por qué, tras décadas en la
política, su legado se reduce a obras físicas sin impacto social duradero? ¿Por
qué sus alianzas siempre benefician a los mismos poderosos? ¿Por qué evade las
preguntas incómodas tras un muro de academicismo?
La respuesta es clara: Fajardo no es la solución, sino parte del
engranaje que mantiene a Colombia atrapada entre la violencia y la desigualdad.
Es hora de dejar de venerar espejismos y exigir líderes que, más que hablar de
ética, la practiquen sin ambages. La fe en los mesías intelectualoides solo
prolonga el ciclo de desilusión.