El costo de la ambición: cuando la estrategia electoral aplasta la justicia social.

 



En Colombia, un país marcado por la desigualdad histórica y la deuda pendiente con sus ciudadanos más vulnerables, las reformas sociales suelen convertirse en campos de batalla donde los intereses partidistas eclipsan el bien común. Hoy, frente a propuestas como el bono pensional para ancianos desprotegidos, la condonación de intereses a créditos estudiantiles o el acceso urgente al agua en regiones azotadas por la sequía, la oposición política no solo cuestiona los mecanismos técnicos de estas iniciativas: las utiliza como moneda de cambio en un juego electoral perverso.

En política, no todo es ideología. A menudo, lo que parece un debate de principios es, en realidad, una jugada táctica. Los partidos de oposición, especialmente aquellos con aspiraciones presidenciales, saben que su capital electoral crece cuando el gobierno en turno fracasa. Por eso, bloquear reformas populares —aun aquellas que aliviarían el sufrimiento de millones— se convierte en una estrategia fríamente calculada.

El mensaje es claro: “Si el oficialismo no logra cumplir sus promesas, la ciudadanía buscará alternativas”. Así, proyectos que beneficiarían a adultos mayores sin pensión, jóvenes endeudados o comunidades sedientas son sacrificados en el altar de las encuestas. No importa que estas medidas sean urgentes o moralmente incuestionables; lo que importa es que, al entorpecerlas, se debilita la imagen de eficacia del gobierno y se siembra desencanto en la población.

Detrás de este cinismo, suele esgrimirse el argumento de la “estabilidad económica”. Se habla de déficit, de riesgos inflacionarios, de “populismo irresponsable”. Pero cuando el mismo partido opositor, en el pasado, aprobó exenciones tributarias a grandes capitales o gasto militar sin auditorías rigurosas, la coherencia se resquebraja. ¿Por qué la “responsabilidad” solo aparece cuando se trata de invertir en los de abajo?

La respuesta es tan vieja como la política misma: los sectores marginados —ancianos rurales, estudiantes de universidades públicas, campesinos sin agua— no suelen financiar campañas electorales. No tienen lobbies en los pasillos del Congreso. Su dolor no se traduce en votos decisivos para ciertos partidos, cuyas bases están en las élites urbanas o en poderes regionales que temen perder privilegios.

Colombia vive una polarización que no es casual, sino cultivada. En un escenario donde el oficialismo se autoproclama “defensor de los pobres” y la oposición se erige como “garante del orden”, las reformas sociales se perciben como eslóganes en una guerra de narrativas. Mientras tanto, los ciudadanos olvidados esperan.

Es aquí donde la oposición comete un error histórico: al priorizar su ascenso al poder sobre las necesidades inmediatas de la gente, alimenta la desconfianza en la democracia. ¿Qué mensaje envía a un joven que ve cómo su deuda educativa crece por intereses abusivos, mientras los congresistas discuten su futuro entre cálculos electorales? ¿Qué esperanza le queda a las familias en La Guajira que mueren de sed mientras los debates se centran en quién “gana” la pulseada política?

Incluso para quienes defendemos una agenda progresista, este escenario exige autocrítica. ¿Hemos sido claros en denunciar que algunos sectores de izquierda también han caído en la trampa de la confrontación estéril? La verdadera lucha no es entre partidos, sino entre la dignidad humana y la indiferencia.

Las reformas sociales no pueden ser rehenes de ciclos electorales. El bono pensional, el alivio a estudiantes y el acceso al agua son derechos, no favores. Quienes se oponen a ellos con excusas estratégicas no solo traicionan a los más pobres: traicionan el espíritu mismo de la política como herramienta de transformación.

La solución no está en el pragmatismo cínico, sino en la construcción de consensos éticos. Los partidos de oposición tienen la obligación de proponer alternativas viables, no de sabotear por sistema. La historia juzgará a esta generación de líderes por una simple pregunta: ¿privilegiaron sus ambiciones o salvaron vidas? Mientras un niño en La Guajira sigue bebiendo agua contaminada y un estudiante en Cali abandona su carrera por deudas, la respuesta ya se escribe en el sufrimiento evitable de millones. La política sin humanismo es una farsa. Y en Colombia, esa farsa tiene un costo que se paga con miseria e injusticia.