Imaginen una casa. No una casa cualquiera, sino una estructura que amenaza con venirse abajo, pero cuyos habitantes discuten si salvarla con un martillo o un pincel. La derecha política insiste en que el problema son los inquilinos que “no cuidan la propiedad”, mientras Gustavo Petro, el albañil que llegó con un megáfono y un plan para demoler, les recuerda que los cimientos están podridos. Es el eterno dilema: ¿Qué hacer cuando los parches ya no disimulan las grietas y el moho se filtra hasta en los pensamientos?
La casa, desde
luego, es Colombia: un edificio donde las escaleras se desmoronan, los baños
están como de película de terror y las ventanas reflejan un paisaje dividido.
La derecha, dueña de los mejores cuartos, insiste en que “construir sobre lo
construido” es la solución. Pintan las paredes de tricolor cada cuatro años,
instalan cortinas nuevas para tapar las fisuras y repiten que “aquí no hay que
derribar nada, solo mejorar lo que hay”. Pero lo que hay es un mobiliario de
corrupción, un sistema eléctrico que quema a los más pobres y tuberías que solo
sirven para evacuar promesas incumplidas. Petro, en cambio, llegó con un
diagnóstico incómodo: la casa no se cae por falta de amor, sino porque sus
pilares son un nido de termitas. Su propuesta —una “demolición justa”— asusta a
los que temen perder sus rincones y harapos privilegiados.
Los críticos de
Petro lo acusan de querer “tirarlo todo”, como si su martillo fuera un capricho
y no una respuesta a décadas de techos que se desploman sobre los más
vulnerables. Lo llaman radical, peligroso, un obsesionado con el cemento
fresco. Pero, ¿no es más radical seguir viviendo en una casa donde la sala es
un campo minado de narcotráfico, los dormitorios huelen a impunidad y el sótano
almacena los cadáveres del conflicto? La derecha abraza la consigna de “no
mover lo que funciona”, aunque lo único que funciona sean los mecanismos para
que todo siga igual: contratos bajo la mesa, tierras acaparadas y una justicia
que, como el agua aquí, solo llega para algunos.
Mientras tanto,
el país se debate entre la risa y el desespero. Los memes florecen: la derecha
como una familia negando que el río se lleve la casa. Y en medio, los
inquilinos —esa mayoría que ni tiene aire acondicionado ni puede pagar un albañil—
improvisan: ponen baldes bajo las goteras, refuerzan puertas con candados
oxidados y sueñan con un lugar donde el piso no tiemble al pasar una moto. El
humor, como siempre, es un salvavidas. Pero hasta las carcajadas se ahogan
cuando un muro se derrumba y los noticieros muestran escombros con nombres de
masacres o escándalos de contratación.
Petro no tiene
la llave maestra, claro. Su martillo a veces golpea donde “no debe”, sus planes
de demolición generan dudas razonables y su retórica enciende algunos cuartos,
pero la estructura del edificio sigue en pie, resistente al calor de la. Pero
al menos reconoce lo evidente: esta casa no se arregla con barniz. Si las
reformas son solo fachadas, el próximo huracán —ya sea social, económico o
ambiental— nos dejará sin techo. La derecha, en su afán de preservar hasta el
último clavo oxidado, confunde estabilidad con estancamiento. Su “construir
sobre lo construido” suena a construir un ático de oro sobre un basamento de
barro.
Al final, el
dilema sigue en pie: ¿es posible renovar una casa cuyos dueños se niegan a
admitir que está en ruinas? Colombia lleva siglos jugando a las remodelaciones
superficiales, pero el día que un niño pregunte “¿por qué mi cuarto tiene el
piso podrido?” alguien tendrá que responder. Quizá, entre los escombros de
tanto debate, surja una idea revolucionaria: que una casa no es solo cemento,
sino la gente que la habita. Y que ningún país se reconstruye sin escuchar a
quienes cargan los baldes, evitan las grietas y, pese a todo, aún creen que un
hogar digno es posible. Mientras tanto, seguiremos aquí, entre risas nerviosas
y techos que crujen, esperando que el próximo terremoto político, presidente de
derecha, venga con su balde lleno de barniz para lustrar esta casa a punto del
colapso.